Rigoberto Lanz
“La democracia realmente existente se ha convertido en
una gran simulación”
Juan Carlos Monedero: El gobierno de las palabras, p.56
Cada “23 de enero” las élites políticas se disponen a conmemorar un trozo de la memoria histórica confeccionada a la medida. La partidocracia, ahora en desgracia, utilizó por muchas décadas esta estratagema para vestirse de domingo y cantar el himno nacional. La caída de la dictadura perezjimenista se convirtió rápidamente en emblema de la “democracia” que se inauguraba y legitimó por décadas todas las barbaridades del “Pacto de Punto Fijo”.
El continente latinoamericano está lleno de experiencias donde las cúpulas militares se hacen del gobierno con las más variadas excusas. Hemos conocido--de polo a polo--las fanfarronerías de gobiernos militares nacional-populistas (como Velasco Alvarado en Perú, por ejemplo) hasta dictaduras de extrema derecha con una visión ideológica bien orgánica (como Pinochet en Chile)
El caso de la dictadura perezjimenista es una mezcla curiosa de despotismo ilustrado con una vocación faraónica por las grandes obras. Esto último le sirvió para emprender una enorme cantidad de construcciones públicas que los gobiernos de la “democracia representativa” no han podido igualar (Anécdota: durante algún tiempo me propuse indagar con cierta insistencia la manera como era retenida en la gente la imagen del gobierno de Pérez Jiménez. Así, en cada oportunidad que visitaba algún poblado--sobre todo en lo andes--, suscitaba alguna conversación donde aparecía lo hecho por “el general”. En todos los casos, contradiciendo la leyenda adeca en esta materia, las personas retenían una imagen positiva de los años cincuenta: en el campo de la seguridad, de la inflación o de la construcción de obras. No faltaban lo chistes crueles contra los políticos [adecos o copeyanos] La gente siempre relataba lo mismo:”uno podía caminar de noche por cualquier lado, Venezuela no sabía de inflación, había empleo para todo el mundo, mire usted la autopista tal, la represa cual…”)
De lo anterior no se sigue ninguna alabanza a gobiernos despóticos (civiles o militares) Sirve acaso para comprender la persistencia del imaginario perezjimenista, más allá de las estigmatizaciones que durante décadas han funcionado como coartada de una “democracia” chucuta que utiliza todas las formas de violencia y enmascara los intereses reales a los que sirve. Las pompas del “23 de enero” han servido básicamente para eso: exaltación de la gesta de un pueblo inexistente, el auto-bombo de una partidocracia que sólo esperaba su chance para el gran desquite en materia de corrupción, la inopia de una gestión pública esencialmente inútil.
La memoria colectiva está poblada de heroicidades, de gestas libertadoras, de grandes acontecimientos, todos los cuales arrastran la impronta de una narrativa acomodada. Lo que se borra o perdura en los “archivos”—Derrida—de la conciencia colectiva son construcciones de la razón dominante, simulacros de un poder que trata de no mostrarse tal cual es, representaciones de un cuerpo de categorías que tejen el sentido común dominante. La simbología que está por detrás del “23 de enero” no es diferente, los usos políticos que ha hecho la derecha durante este medio siglo están en concordancia con las falacias de la historia contada por los vencedores. Las incoherencias de la izquierda en la interpretación de estos fenómenos arrastran los mismos vicios del historicismo denunciado en otros ámbitos.
En la conmemoración de los doscientos años de la revolución francesa alguien preguntó maliciosamente: “¿Quién fue allí el ganador?” Desde luego, el discurso oficial enmudece, las bellas almas salen despavoridas, los historiadores (profesión sospechosa tout court) se quedan abismados. Esta construcción discursiva, como cualquier otra, no puede sostenerse sin su correspondiente colonización mental, es decir, sin un barrido semiótico que le da sentido y significación.
¡Bravo! por la gente que entregó su vida en esta lucha. ¡Que deplorables los herederos de la “democracia representativa”!
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