Rigoberto Lanz
“Es posible que la sabiduría, rechazada por el saber establecido,
esté más ampliamente difundida de lo que se cree. Puede permitirnos
entender la sorprendente vitalidad , el inquebrantable anhelo por
vivir que define a la sociedad posmoderna…”.
MICHEL MAFFESOLI: El nomadismo, p. 211
En la onda de ponerle alguna salsa a la discusión, me quedo con una imagen en lo planteado por el amigo Jonatan Alzuru: la relación entre marxismo crítico y resistencia indígena. Digamos de entrada que la agenda donde este asunto cobra pleno sentido es la visión ético-epistémica que se sintetiza en este emblema: pensar desde el Sur. Los temas y problemas que entretienen a nuestros académicos experimentan un brusco salto cuando se les mira desde el lente geo-estratégico de un Sur pensado como contestación al imperio. La impronta propiamente política de este giro hermenéutico es más que evidente. La pegada teórica no lo es tanto. ¿Por qué?
En parte porque las cuestiones teóricas suelen navegar encapsuladas en generalizaciones universales que no encuentran conexión con contextos culturales específicos. En parte porque hemos sido víctimas de todas las formas de colonización intelectual y miramos con desdén lo que acontece en estos chaparrales. En parte también porque una impronta etno-épistémica (lo mismo que una dimensión étnica de la política, al estilo boliviano por ejemplo) le para los pelos al escolasticismo reinante en nuestros claustros filosóficos.
Visto desde el norte el asunto tiene una historia poco feliz: sea que recordemos los desatinos de Marx respecto al pensamiento de Bolívar, sea en la visión maniquea del PCUS en torno a Mariátegui. Son ilustraciones de la mirada arrogante de la Modernidad europea que ni siquiera se tomó la molestia de curucutear un poco para darse cuenta que Bolívar fue en todo respecto un fiel representante de la ilustración por estos lares.
Sirva lo anterior para ambientar la tesis que está por detrás: luego del epistemicidio (Boaventura de Sousa Santos) propinado por los conquistadores en América, lo que tenemos es una insufrible constelación de subordinaciones que se esconden bajo la mampara de la ciencia, la cultura y tantas otras falacias de este mismo tenor. Ello obliga al ejercicio de una crítica epistemológica radical a todo ese repertorio. Una sucesión de rupturas que van abriendo el camino de otro modo de pensar, es decir, un estatuto singular para un pensamiento crítico que sabe poner en su lugar al eurocentrismo que se agazapa en buena parte de los estilos intelectuales dominantes (incluida la izquierda)
Un pensamiento deslastrado no tiene por que sucumbir a los atavismo del nacionalismo ni a las limitaciones de una “identidad” que se cierra sobre sí misma. Los desafíos van por otro lado: se trata de producir una alternativa paradigmática que dialogue fecundamente con la experiencia americana, con las modalidades singulares del relacionamiento colonial y neocolonial que impregna las prácticas culturales, con la especificidad de los procesos antropológicos que dan entidad a los movimientos sociales que constituyen nuestra compleja realidad, en fin, una mirada intelectual que pueda hacerse cargo de la “Modernidad periférica” (Herlingaus) de donde surge el tránsito posmoderno por donde andamos.
Ese pensamiento crítico tiene que dialogar con los etno-saberes que están enraizados en las prácticas culturales de nuestros pobladores originales. Allí hay no solo valiosas experiencias en el terreno de la producción para la vida, sino visones del mundo que la cultura occidental no entiende. No se trata de la tontería de andar buscando afanosamente un Marx Aimara o un Max Weber Quechua. El asunto es tomarse en serio la impronta civilizacional que está involucrada en la naturaleza multiétnica de nuestras sociedades y sacar de allí todas las consecuencias.
A partir de allí se abre otro debate. Muchos desafíos e interrogaciones afloran. Importa no devolverse de esa línea.
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