Rigoberto Lanz
“...hay una contradicción lógicamente insuperable
en la realización de mi reforma. Uno no puede reformar
las instituciones sin haber reformado previamente los espíritus;
pero tampoco podemos reformar los espíritus sin haber
reformado previamente las instituciones”.
EDGAR MORIN: Mon Chemin, p. 272
Que saquemos de la discusión lo que no puede—o no debe—formar parte de una Ley de Estudios Universitarios. Queremos discutir de todo, pero sólo algunos asuntos son pertinentes. Hay demasiada materia legislada (y por legislar) Mejor es concentrarse al máximo en pocos asuntos esenciales. Hay otras vías para atender cuestiones operacionales y de gestión (reglamentos, etc.)
Que no nos empeñemos en “ganar” la discusión. Se sabe que finalmente en el texto se dirán unas cosas y no otras, que nada de eso es inocente, que todo está cargado de presuposiciones, intereses y convicciones. Una Ley no es la suma de todo eso. Tampoco un simple forcejeo burocrático para inclinar una votación a favor o en contra. Gente de carne y hueso hará su trabajo de “traducir” lo que el debate refleja. Ese no es un asunto “neutro” ni de mera técnica legislativa. Que nadie se pase de listo queriendo engatusar al otro.
Que hagamos el máximo esfuerzo—de verdad—para que el clima de debate no derrape en trifulca. Las pasiones y los arrebatos son parte de una cierta idiosincrasia. Ese no es el problema. El asunto se complica cuando las ideas están sustituidas por los gruñidos. Ello ocurre con mucha facilidad, por eso hay que ejercer una acción deliberada y firme en este terreno.
Que sepamos distinguir la discusión verdadera de los falsos debates. Mucha gente está pendiente principalmente del protagonismo mediático sacando cuentas politiqueras. No tienen ideas que promover pero sí intereses políticos que interponer. Al mimo tiempo, hay gente de variados sectores que tienen cosas de decir, no importa si son amigos o enemigos del gobierno. Hay que poner atención en aquellos interlocutores válidos que piensan de modo diferente.
Que los fundamentalismos se queden en el ámbito privado de cada operador. No hay nada que pueda encararse desde posturas dogmáticas o bajo la óptica de un voluntarismo maximalista. La política funciona de otra manera. Las diferencias, conflictos y antagonismos existen previamente. No hace falta que se produzca un debate sobre la universidad para que nos enteremos que existen profundas divergencias. Esa disparidad de enfoques no va a desaparecer porque hagamos una discusión civilizada. Expresar un punto de vista es muy importante. Pero que cada quien asuma responsablemente los límites de este debate, es decir, que no se maneje la ingenuidad de que “todo estará representado”.
Que desdramaticemos esta discusión y coloquemos en parámetros manejables y discernibles lo que en verdad está en juego. Una ley no es una revolución (por muy radical que parezca) El mundo no se acaba si el texto dice esto o aquello. No digo que todo da igual. Digo sí que apliquemos una cierta dosis de realismo en medio de las naturales y saludables aspiraciones utópicas.
Que la universidad que resulta de la aplicación de una nueva Ley estará sometida a una larga transición en donde se juega en verdad lo que cambia y lo que parece que cambia. No hay que empeñarse pues en un acto único. El mejor camino es posicionar un clima constituyente que ponga en tensión todos los días cada práctica y cada discurso. Ese no es un asunto parlamentario sino el ejercicio efectivo de una soberanía instituyente que dota de nuevos contenidos el quehacer del mundo académico.
Que logremos desmontar la lógica corporativa en la que cada sector ya tiene su agenda, sus demandas y sus pautas de negociación. Es clarísimo que la universidad no es una comunidad de “iguales”. Sería pura demagogia creerse en serio que es lo mismo un obrero, un empleado, un estudiante o un investigador. Preciso será visualizar un espacio común más allá de los intereses pragmáticos.
Hacerlo bien no es imposible...intentemos que esta vez funcione.
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