Rigoberto Lanz
“Tener siempre en vilo la razón en la pasión y siempre presente la pasión en la razón“.
EDGAR MORIN: Mon Chemin, p. 361
El amigo Cristovam Buarque sostiene que la universidad lleva un milenio sin cambiar, haciendo esencialmente lo mismo. Esa curiosa cualidad contribuye poderosamente a remachar su proverbial propensión a conservar lo dado, al simulacro de “revolver las aguas para que parezcan más profundas, al tremedal que es finalmente el destino de lo intrascendente. Desde allí entiendo, por ejemplo, el escepticismo con el que el amigo Orlando Albornoz otea el futuro del mundo académico; en verdad no hay por dónde agarrarse para prefigurar algún escenario razonablemente esperanzador.
Desde hace décadas he sostenido que la universidad no es auto transformable. Ella carece de las fuerzas intelectuales y éticas para propulsar por cuenta propia una mutación significativa. Pero también he sostenido--con la misma convicción--que los gobiernos son los peores agentes de cambio cuando de universidad se trata. En ningún lugar del mundo se ha producido una transformación universitaria que valga la pena en manos de algún gobierno. Todo lo que se ha hecho históricamente (Pinochet es el recuerdo más macabro) ha sido catastrófico. ¿Entonces? El juego luce trancado: la universidad permanece impávida y los gobiernos es mejor que estén bien lejos.
De lo anterior no se colige que el gobierno permanezca indiferente. Al contrario: la crítica más recurrente a la inopia del gobierno respecto a la crisis del sistema universitario en todos estos años e justamente la ausencia de políticas de Estado con un mínimo de coherencia y sostenibilidad (para desgracia de los movimientos de izquierda en el seno de las universidades que no han podido levantar cabeza) El asunto es otro, se trata de hacer visible una concepción de la universidad donde la cuestión de la equidad y la democratización, por ejemplo, no terminen machacando lo que es esencial en estos espacios: producir el pensamiento que comprenda nuestra realidad, generar el conocimiento que vibra que con el mundo y con lo que somos, contribuir desde allí a densificar una cultura democrática para la convivencia de lo múltiple.
Que la gente acceda democráticamente a estos espacios es fundamental, es decir, que derrotemos estructuralmente el síndrome de la exclusión social que consagra el modelo pasado. Pero ese es apenas uno de los vectores en juego. Tanto o más importante es que produzcamos un espacio de altísima calidad donde resuenen los debates del mundo, donde innovemos soluciones para todos los problemas, donde inventemos respuestas creativas a los atascos tecnológicos del presente, donde la conciencia crítica encuentre fertilidad para su fomento.
Me parece que el texto de la Ley de Educación Universitaria se extravía en un asunto crucial: la universidad no puede definirse confesionalmente, o por una adjetivación ideológica como “socialista” ni nada parecido. No porque su contenido deba ser “neutro”, sino porque el espacio público tiene que ser preservado como el espacio de todos (independientemente de la opinión que nos merezca la existencia del otro) La universidad es un espacio de lucha donde conviven en tensión distintas sensibilidades, diferentes intereses, diversas maneras de ver el mundo. Esa condición es clave para fecundar el pensamiento crítico, para superar toda forma de dogmatismo, para proyectar el aprendizaje de la diferencialidad.
En el trayecto entre el Ministerio de Educación Universitaria y la Asamblea Nacional algo ha pasado con el texto de esta ley. Hay muchos gazapos que revelan una falta de criterios de parlamentarios que seguramente no han pensado estos asuntos.
Lo más sano sería que gente sensata pudiera hacer un aporte para evitar desgastes innecesarios. Para ello sería indispensable que los fanáticos de la oposición se distraigan en otra cosa. En medio de las trifulcas callejeras es poco lo que se puede avanzar.
Las promesas de que “nos transformaremos” no son creíbles. La amenaza de cambios hechos por burócratas son peores.
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