Rigoberto Lanz
“Cuando menos una norma tiene chance de ser respetada,
más nos obstinamos en reafirmarla”.
ZYGMUNT BAUMAN: L´ethique a-t-elle une chance dans un monde de consomateurs? p.42
Desde hace ya mucho hemos planteado el asunto crucial de una pérdida de sentido del ámbito universitario como espacio de creación de saberes. En su lugar se ha impuesto imperceptiblemente la idea de una universidad consagrada—casi—exclusivamente a la docencia, es decir, a transferir habilidades y destrezas sobre campos profesionales. Esto último, para colmo, tampoco es que se haga con mucho brillo. Todo parece indicar que allí también el monopolio de la acreditación profesional está condenado a mediano plazo (cada vez hay más agencias de formación, mecanismos de acceso al conocimiento y maneras de aprender para el trabajo que no pasarán por estas vetustas instituciones)
El texto de la Ley de Educación Universitaria está montado sobre una idea de universidad bastante anacrónica: enseñar profesiones. Ese lugar común está instalado en la izquierda y en la derecha. Funciona como imagen de lo que obviamente se hace en las universidades: dar clases. Hace rato ya que se perdió el rastro del espacio académico como lugar de creación de conocimiento, como ámbito de aquilatamiento de la conciencia crítica, como ágora de una cultura democrática siempre en discusión, como un inmenso laboratorio de experimentación intelectual donde lo que cuenta es la capacidad para inventar. Todo este ideario se fue arrinconando con el tiempo hasta llegar a este tremedal en el que el reparto disciplinario es lo que cuenta. Las alusiones retóricas a la “investigación” y a la “extensión” funcionan como cobertura discursiva de una realidad que va por otro lado. Desafortunadamente la Ley está impregnada de esta imagen. Toda la apelación al acceso y a la democratización está montada en el supuesto de esa universidad que recibe a todos para obtener un título.
Allí entran en implosión dos supuestos simultáneamente: la creencia de que la universidad “forma” para el mercado laboral (cuando en verdad el mundo del trabajo va por otro lado) y la otra creencia según la cual la universidad está hecha para que “los muchachos estudien” (cuando en verdad esta debería ser una función accesoria del mundo académico) Así las cosas, el legislador no ve más allá de esta imagen deprimida de lo que significa esa idea de universidad, por ello aparece tan mal planteado el asunto de la producción de saberes y sus implicaciones en todo el tinglado de la nueva organización. El asunto de fondo es plantearse lo que significa otro modo de pensar; si se toma en serio lo que significa el paradigma transcomplejo, entones las consecuencias en el terreno jurídico tienen que ser explícitas, visibles.
Ya es un avance que la taxonomía disciplinaria que se repartía el territorio universitario en “Facultades” y “Esuelas” esté deliberadamente suplantada. Pero me temo que esos fantasmas regresen por la puerta trasera y se cuelen de nuevo en gazapos y ambigüedades. Me paree claro que la cuestión de lo que estamos entendiendo por universidad está gravitando fuertemente en lo que termina plasmado en cada artículo de la Ley. Esa visión de la universidad “formadora de profesionales” es una poderosa caricatura que está en los tuétanos del ciudadano común, también en legisladores que no tienen experticia en estos complejos asuntos (quiero recordarles que en estos campos hay Maestrías, Doctorados y Post-Doctorados que en algo ayudarían)
El pensamiento conservador también está en la izquierda. En nombre de la “revolución bolivariana” hay disparates teóricos a granel. Eso ha ocurrido así en todas partes del mundo. Nada de raro tiene entonces que a propósito de la Ley de Educación Universitaria aparezcan estos residuos ideológicos.
Una Ley no elimina un debate que es permanente y sobre el que no hay mucho margen para el consenso. Lo que ocurre es que hay una gran diferencia entre un texto de opinión de cualquier persona y un texto que es Ley de la República. De allí los cuidados y precauciones que debemos tener. Los buenos argumentos (Habermas) sirven para tratar esos desacuerdos.
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